viernes, 6 de enero de 2012

Bahía de los ángeles y su camino...

Me gustaría contar una historia con un principio detallado; pero la verdad sólo sería una eterna descripción de todo tipo de retrasos para lo que verdaderamente importa aquí: un viaje por una carretera única hacia un destino paradisiaco.

La Transpeninsular es la carretera principal de la península de Baja California que la atraviesa completita de punta a punta (Tijuana-Los Cabos) en 1711km, de los cuales, recorrimos casi la tercera parte. Del tramo Ensenada - San Quintín no hay mucho que contar más que pueblos, tráfico y tramos en reparación (cabe destacar que esta carretera es a lo que solemos denominar “voy-vengo”, es decir un carril por cada dirección), sin embargo, pasando este pueblo empieza lo bueno, o al menos así lo recuerdo ya que es el tramo que me tocó manejar.

La presencia de curvas, subidas y bajadas, puentes y miles de cerros y montañas por atravesar predominaron el camino. La vista es indudablemente increíble pues hacia el horizonte se visualizan primeros planos de montañas y se continúan así plano tras plano hasta llegar al último que nuestro ojo logra percibir donde se ven más montañas. Muchos se preguntarán ¿cuál es el chiste de eso?, pues las montañas son muy comunes, pero para beneplácito mío, en cada lugar son muy distintas a las que estoy acostumbrada y con las que crecí en el centro del país. Aquí predominaron todo el trayecto las grandes, con relieves y hendiduras por doquier, lisas pero con piedras pequeñas escurriéndole hasta las faldas y con muy poca vegetación debido a un paisaje 100% desértico de principio a fin, pero con cambios muy notorios entre un tramo y otro que ya iré describiendo.

En el auto reinaba el silencio no tanto por una cuestión de falta de cosas que decirnos, o falta de cd’s (asunto que en el regreso sí extrañamos) sino más bien a causa de la belleza del camino y la capacidad del mismo para absorberte en tus pensamientos. De vez en mucho el silencio se rompía con expresiones de asombro o incredulidad por tremendo lugar; y coincidiendo con Amadeo que acertadamente dijo al comenzar el viaje “el destino es lo que menos importa” (haciendo referencia a lo valiosos que son los caminos a recorrer).



Buscábamos camino a Rosario (sin saber si era antes de llegar o después del mismo) un lugar llamado “La Lobera” el cual nos recomendaron y convencieron de visitarlo tras verlo en Google Earth. Llegamos a un retén; y lo primero que pensé fue “¡coño! vamos a estar horas parados en el desierto mientras los pinches militares vacían la cajuela en busca de drogas y nos cuestionan e interrogan el porqué de dos guatemaltecos, un peruano, un paraguayo y una mexicana viajando en un coche que no es de ellos”. La buena noticia es que a pesar de que fue tardado, no llevó tanto tiempo como esperé, la mala, es que la Lobera era antes de Rosario y tuvimos que pasar por el retén (y por tanto ser inspeccionados) tres veces. Llegamos a la desviación de 7km de terracería para llegar a nuestro primer punto planeado, y entretanto, le partimos la maraca al auto por un tramo no muy ameno y un coche no muy capaz.

Desde el momento que me bajé del coche quedé anonadada con el lugar. El atractivo que nos convenció desde el primer momento que nos lo mostraron fue que en medio de un acantilado se formaba un círculo casi perfecto que llegaba hasta la superficie del mar formando una pequeña playa llena de lobos marinos. A pesar de mi amor inmenso por esos animales, no desesperé en encontrar la característica que le da nombre a ese lugar y en cambio, corrí a la orilla del acantilado a ver el mar. Bajé lo más que pude por una plataforma extensa y lisa que se formaba más abajo y en la cual las olas se estrellaban con una fuerza enajenante.



Me impresionó mucho todo, pero aún no logro descubrir la particularidad, pues ya había estado antes en el pacífico, ya había estado antes en acantilados, ya había estado antes en un mar con mucha fuerza, pero algo había ahí que creaba una mezcla perfecta. Probablemente fueron las amplias y planas plataformas que estaban muy cerca de la orilla y a las cuales el mar rodeaba y en ocasiones las invadía formando una capa recubridora que terminaba en forma de cortinas o cascadas que caían de vuelta al mar; o a veces formaba sólo charcas, y otras veces trataba de alcanzarlas y no lo lograba; el chiste es que era todo un espectáculo de olas llendo en muchas direcciones, a muchos lugares y recovecos de la accidentada superficie y el cual podría haberme quedado contemplando toda la tarde.

Me despabiló una parvada de gaviotas invadiendo mi campo visual y fui en busca de los lobos. El Círculo no se veía tan perfecto pero definitivamente era algo de admirar. Abajo había muchos lobos acostados en la arena y otro tanto más nadando, pero lo más maravilloso era que para acceder ahí había que entrar por un canal que iba de la orilla del acantilado, lo atravesaba por abajo y salía a ese círculo.



Uno de mis mayores deseos es ver a un lobito debajo del agua y cerca de mí, así que analicé todos los detalles para llegar ahí. “Ok”, pensé, “el acantilado permite bajar hasta un nivel decente donde me puedo aventar al mar. Siguiente punto, el mar está bravo pero la verdad es que no soy tan mala nadando y además traigo mis aletas; si me voy con cuidado creo que no pasará nada. Tercer punto, los lobos son muy territoriales pero si me mantengo a una distancia decente en la cual no se sientan invadidos no creo que haya problema”, todo iba pintando bien, “cuarto punto, para regresar sería en contra del oleaje pero nada que con un esfuerzo extra al nadar no se pueda hacer”; el problema fue, y al cual dediqué mucho tiempo tratando de resolverlo, que no había manera de regresar de nuevo al acantilado. No había lugar fácil por el cual escalar nada donde me pudiera impulsar, en fin, tras quedarme sentada 15 minutos analizando cada característica del relieve que me pudiera ayudar, concluí que era una idea un tanto suicida y me fui. Así nomás.


Comimos en Rosario rico y caro y seguimos el camino. Me impresionó y fascinó que en kilómetros y kilómetros y kilómetros no hubiera absolutamente N-A-D-A. Cuando nos dijeron que cargáramos gasolina en “x” pueblo porque luego no encontraríamos donde, y que los lugares importantes eran lugares como el mismo Rosario o Cataviña (el cual es un pueblo de no más de 500 mts. de extensión), es porque al rededor en verdad sólo hay desierto.


El paisaje se transformó por completo pues entramos al famoso Valle de los Cirios, en el cual como se imaginarán por el nombre, hay muchos de ellos que llegan a ser tan altos que la punta se dobla formando una especie de bastón gigante. A pesar de ser bellos y ser la causa del nombre del valle, lo que verdaderamente encandila son los cactus gigantescos, gruesos, voluptuosos y multi-ramificados que abundan; fácil había algunos que alcanzaban los ¡13 metros!.

Paramos en la carretera para caminar por el desierto, acercarnos a esas hermosas monstruosidades y simplemente estar ahí. En lo personal me gustó mucho, pero como dice la frase popular, “cada loco con su tema”, así como fui la última en llegar al auto en La Lobera, fui la primera en hacerlo en el desierto.

Pocos kilómetros antes de llegar a Cataviña vimos el lugar de recepción del INAH para acceder a las pinturas rupestres.

El lugar era precioso, un caminito marcado por piedras que subía y zigzagueaba entre las rocas; al rededor del mismo había muchas cactáceas nativas trasplantadas que hacían el paisaje aún más lindo y cada determinados metros había letreros que explicaban sobre el lugar, los habitantes pasados, su sistema numérico (donde el 1= “un dedo”, 5= “una mano”, 7= “una mano, dos dedos” etc..

Después del 20 no recuerdo que pasaba o si existían más números) y más datos en los que excepto los guatemaltecos y yo, nadie reparaba. Terminado el camino nos encontrábamos simplemente en un punto más alto, con rocas a nuestro al rededor y un letrero más indicando que habíamos llegado. Como no se veía ningún rayón, nos asomamos debajo de una gran piedra y voilá! ahí estaban las famosas pinturas. Me pareció increíble como en un lugar tan escondido, justo debajo de una roca en una roca al azar en medio del desierto habían decidido pintar ahí y sólo ahí. También me parecía impresionante como podían preservarse las pinturas hasta la fecha (hace poco me comentó una Doctora que lo que se ve ya no es el color original sino colonias bacterianas que han puesto un color nuevo). Había figuras humanas, un sol, algo que a mi parecer fue una imagen calavérica y a lo demás no pude ponerle etiqueta.







Tras permanecer un buen rato ahí contemplando las pinturas descubrí el porqué de ese lugar. Era impresionantemente fresco comparado al clima que había fuera de esta roca, por lo que seguramente al servir de guarida para los antepasados y pasar mucho tiempo ahí, habían decidido dejar huella , expresarse, comunicarse o algo (como los carceleros que rayan sus celdas).

Regresamos e hicimos una parada en Cataviña, insisto, un pueblo en línea recta de menos de 1 km de longitud el cual al final, terminaba literalmente en un pequeño oasis. ¡Nunca había visto uno! Justo en medio del desierto, vegetación abundante, frondosa y ¡hasta palmeras! como una mini selva en medio del desierto. ¡Hermoso!.

Llegamos a Bahía de los Ángeles al atardecer, y la entrada al ser desde un punto más alto, te permite tener una panorámica de ese deslumbrante lugar (hasta ese momento esa era mi descripción de Bahía) lleno de islas hacia delante y montañas y desierto en la costa. Resulta que mis amigos habían conocido en un bar de Ensenada a una pareja de Canadienses que tenía una casa ahí y los habían invitado insistidamente a acampar en su terreno. Así que fuimos a por ellos pero no estaban, andaban en el pueblo. Su casa estaba situada en una de las zonas más alejadas, no llegaba la luz ni el agua, estaba a unos 100 m. de la orilla de la playa justo en la bahía. Era una construcción de tres recámaras: una bodega, el baño y la cocina con una barra que daba a un porche de cemento y techo de palma, al aire libre, donde tenían su cama y una mesa. El resto era arena con las mejores sillas en las que me he sentado y una línea contigua de piedras que marcaba los límites de la casa; ni una barda pequeña, una cerca, nada, sólo eso. Al rededor apenas se percibían vecinos pues las pocas casas que había en la periferia eran en su mayoría de Californianos que por temporadas iban a descansar allí. Estos malditos extranjeros se encontraban en un lugar verdaderamente privilegiado. Pusimos la tienda de campaña, y el cansancio era tal que no pudimos esperarlos por mucho y los vimos hasta el día siguiente.


Al despertar además de recibirnos con un “buenos días”, nos recibieron con la propuesta de llevarnos en su lanchita a buscar tiburones ballena en la bahía. No pudo haber comenzado mejor esta parte del viaje.

Estuvimos navegando la bahía alrededor de 40 minutos sin éxito alguno de encontrar a un tiburón. Sinceramente creí que no correríamos con suerte de verlos pues la temporada de ellos termina en Octubre y eran comienzos de ese mes. Propuse parar y snorkelear un poco para ver que había, y para nuestra suerte la visibilidad era muy poca debido a una gran cantidad de lo que supongo yo era plancton.

Repentinamente Jay gritó cuando visualizó a uno; y para agilizar las cosas nos dijo a Alex y a mí que andábamos snorkeleando que nos agarráramos cada uno de una orilla de la lancha y así lo hicimos. Nos fuimos prácticamente remolcados y no entiendo como nunca antes había hecho eso. ¡Que sensación tan increíble ir “nadando” a tal velocidad, con el agua rompiendo en tus brazos y viendo todo demasiado rápido!, tuve el pensamiento de que así se sentía ser un delfín; probablemente no sea ni cercano a ello, pero me gusta pensar que sí. La lancha paró, Alex y yo comenzamos a nadar y nuestra estrategia fue un poco mala porque le llegamos por atrás; y como el tiburón se seguía moviendo, no hubo manera de que lo alcanzáramos. Jay y los demás llegaron en lancha así que lo vieron muy bien. Subimos de nuevo, esperamos, anduvimos un poco más en lancha hasta que encontramos a otro. En total vimos a 3 ese día y pudimos nadar cerca de uno. Aparecieron también varios delfines que jugaron con la proa de la lancha, eran en total unos 10 delfines verdaderamente gigantes. Eran muy gordos y muy largos, eran bellísimos, de un color gris obscuro y con una línea blanca recorriéndoles el cuerpo. Jay y yo alcanzamos a ver una tortuga que pasó cerca de la lancha y vimos un cardumen grande de peces pequeños plateados tipo anchovetas. Como a las 2 hrs. Jay dijo que era hora de regresar porque el viento estaba entrando y sería un poco complicado regresar con 6 personas una lancha de un motor.



El resto del día nos la pasamos prácticamente platicando mientras tomábamos el sol, y debido a que el viento era fuerte y un poco frío, no tuvimos calor. Verdaderamente magnífico y delicioso eso de estar TODO el día en bikini, ¡no hay nada más cómodo que eso!. Por la tarde nos fuimos a caminar tratando de rodear toda la bahía y además del evidente espléndido paisaje, a nuestra vuelta vimos muy de cerca nada más y nada menos que a 3 coyotes. ¡Nunca había visto a uno! Su cuerpo peludo y café, con su cola esponjada casi negra, sus patas blanquecinas, su porte de ‘siempre atentos’ y sus orejitas paradas los hace unos animales hermosos. Por la noche vimos la Luna en un telescopio, y mientras platicábamos las estrellas, los satélites y las estrellas fugaces adornaron el cielo. Dormimos temprano.

Al día siguiente a pesar del paseo en lancha prometido por Jay y Julie, no hubo palabra alguna que mencionara algo al respecto, lo que resultó aún mejor. Nos prestaron su kayak para dos personas así que Alex y yo nos fuimos tempranísimo a la bahía. Comenzamos a remar hasta llegar justo al centro de la misma, y desde ese momento hasta casi 3 horas después fue un lapso perfecto. Tuvimos un contacto en bruto con la naturaleza; la bahía era un espejo prístino, calmo y plano; a nuestro alrededor no había más que islas de un lado, montañas de los otros que terminaban en desierto, un poco de vegetación costera y en alguna parte arena; un silencio total excepto por una que otra ave que pasaba y ningún otro humano cerca. Remábamos a ratos y a ratos nos quedábamos parados, rodeados y a su vez impresionados de ser tan afortunados por estar ahí, rodeados de tanta pureza. En realidad ese abrumamiento lo teníamos desde el día anterior (y de donde cual, Amadeo dijo algo muy risible por la seriedad con la que lo dijo. Tras Alex comentar lo afortunado que se sentía por estar ahí, y que ya era hora de que nos pasara algo así; Amadeo respondió “si verdad?, hace dos días que no me pasaba nada así”) pero en particular la belleza de ese momento de paz era inigualable.


Encontramos a otro tiburón ballena, remamos lo más rápido que pudimos para alcanzarlo, y estando cerca de él, vimos como venía en nuestra dirección pasando por debajo de nosotros. La distancia entre el kayak y el tiburón habrán sido de no más de un metro, ¡prácticamente rozaba su cuerpo contra nuestro tandem!, afortunadamente son bichos muy pasivos porque de no serlo podría habernos tirado si así lo hubiera deseado. La imagen de su cuerpo de dominó pasándonos debajo, a tan corta distancia y pudiendo apreciar el tremendo tamaño que tiene, la tengo grabadísima en la mente, porque para mí fue como si nos presumiera lo hermoso que es todo su ser, nos dejó pasmados con una sonrisa tatuada; ¡que afortunada me siento cada que un animal no teme acercarse!.

Vimos varios tiburones ballena más, incluso nos aventamos del kayak cuando vimos a uno cerca y por más que nadamos y nadamos sólo le alcanzamos la cola.

(ver video)

Más tarde cuando estábamos remando vimos en la superficie una aleta que se movía muy rápido y de forma muy dinámica como para ser la de un tiburón ballena. Yo me emocioné muchísimo pensando que era cualquier otro tiburón, que supiera afuera de la bahía había tiburones martillo y punta blanca por lo que no veía improbable que uno hubiera entrado a la bahía por equivocación. Por la aleta yo creí que sería otra especie, ni martillo, ni ballena ni punta blanca, lo cual me emocionaba aún más porque sería uno que nunca habría visto antes en el mar. Le dije a Alex “Ale, ahora si a remar con todas nuestras fuerzas porque no me puedo perder ver a ese tiburón, quiero nadar con él” y tras un silencio acompañado de una rigidez corporal me respondió “pero no vamos a morir ¿verdad?”. Yo me reí muchísimo, le aseguré que no pasaría nada y dijo “vale, sólo necesitaba que me dieras esa seguridad y confianza, si tu me lo dices te creo, ¡rememos!”. Para mi desgracia habíamos confundido esa aleta tan veloz, pues era la aleta caudal (de la cola) de un tiburón ballena y por eso se movía diferente y rápido.



Luego vimos tres camadas de delfines en diferentes puntos, las cuales iban nadando hacia nuestra dirección. La camada más cercana iba en perfecta línea recta hacia nosotros, y por nuestro afán de ver a los animales no sólo desde arriba sino abajo del agua, acordamos en que cuando ya estuvieran cerca nos hecharíamos al agua. Cuando estuvieron a unos 10 m de llegar a nosotros me bajé con cautela del kayak y tristemente, después de haber venido metros y metros en una línea recta perfecta, se hundieron justo en la parte donde nosotros estábamos evidentemente a propósito, pues en cuanto pasaron el kayak volvieron a irse por la superficie. Se sintió bien feo ser evadido por delfines.

Tras las 3 perfectas horas de paraíso en un éxtasis de naturaleza, interrumpieron nuestro paisaje un par de lanchas llenas de turistas. Ese pedacito de cielo ya no era sólo de nosotros, y como no quería quedarme con otra imagen, además de que era mucho más tarde que la hora a la que habíamos regresado el día anterior, le dije a Ale que era hora de partir. Se quiso quedar un rato más a pesar de las mil explicaciones que le di sobre cómo entraría el viento, lo que nos costaría regresar y sobre todo la hora: “Ayer a esta hora ya estábamos en tierra porque Jay no quería que llegara el viento y eso que íbamos en una lancha con motor, ¡imagínate nosotros que venimos en kayak!”. Pero fueron en vano, estuvimos como media hora más y dicho y hecho, tardamos como otros 40 en regresar. Era impresionante como remaba y remaba y remaba y sólo conseguía estar en el mismo punto, así que en un grado de desesperación no sólo por no avanzar sino por ver la calma con la que remaba Ale le dije “ahora si Alex, mientras más nos tardemos, más nos va a costar así que rema con todas TODAS las fuerzas que tengas” y así fue, al final llegamos cansados pero con la adrenalina al tope de haber logrado tal hazaña.



A pesar de haber tenido el deseo de venir a Baja California desde hace mucho tiempo (desde mis 12 años para ser exacta), no había tenido la oportunidad, y a pesar de que transcurrieron 10 años para lograrlo, valió la pena por completo la espera ya que el viaje a esa corta edad hubiera sido de menor duración y sólo con ciertos detalles para recordar (quienes me conocen bien sabrán que no me caracterizo por una buena memoria). En cambio ahora, ese viaje a mi deseada península se ha convertido en algo mucho más íntimo; estoy viviendo a la península, no visitándola. Y aunque voy ya a la mitad de mi estancia, si de algo estoy segura desde la primera semana es que definitivamente volveré.